Contribuciones de la Mesa 3

No son las máquinas: es lo que invertimos en ellas

Por Rocío Gómez Zúñiga (rocio.gomez@correounivalle.edu.co) y Julián González Mina (julian.gonzalez@correounivalle.edu.co) - Profesores titulares Universidad del Valle, Cali (Colombia).

Contribución

Para la Educación Popular, resulta importante asumir la discusión respecto a cómo la escuela opera con respecto a los automatismos a los que la actual sociedad tecnificada nos quiere someter, pero sin renunciar por ello a usar lo que hay de potencia en dichos automatismos. Los movimientos sociales en América Latina han sido suficientemente creativos para usar las posibilidades de las tecnologías actuales para coordinar acciones en tiempo real y movilizar grupos y comunidades.

Los jóvenes y niños de nuestras escuelas viven los tres mundos: el de la producción corporalmente esforzada, el del motor y el de la integración y manipulación digital y automatizada de símbolos. No son nativos digitales, como suele decirse desde que Marc Prensky (2001) puso de moda el término en 2001. Son habitantes de territorios y geografías culturales concretas, sus barrios, de las pantallas que usan, las calles que recorren, las escuelas en las que permanecen la mayor parte del tiempo y las conversaciones en que se desenvuelven día a día. Allí sobreviven y aquí cultivan la vida de todos los días, usando a veces el teléfono móvil, aupándose en las redes sociales, pero muchas más veces parchándose en las esquinas, afirmándose en una moto, pedaleando una bicicleta y escuchando músicas que usan para modelar relaciones y trabar vínculos con otros.

Pero lo que las máquinas actuales favorecen gracias a esta inesperada aleación de cerebro e información es sobre todo simular. Manipular simulaciones. Cuando escribimos en un computador operamos simulaciones, lo que nos permite corregir, ajustar y modificar fluidamente el texto, cosa que no podríamos hacer si escribiéramos en una máquina o a mano. Estos entornos de simulación fluida están soportados en los automatismos del hardware y la precisión operativa del software. En estas máquinas es posible avanzar en experiencias creación estética y experimentación a relativo bajo costo y en condiciones de relativa accesibilidad bajo una condición esencial: que los usuarios inviertan recursos propios en ellas. La productividad de estas máquinas, a diferencia de las máquinas de motor, depende enteramente de cuánta experiencia, vivencia y trabajo invertimos en ellas. Si las tecnologías de habituación corporal y si las tecnología del motor se hicieron para automatizar el trabajo  -coser y tejer implican habituación corporal hasta automatizar los movimientos, de manera que uno acaba tejiendo sin pensar en ello; y conducir un automotor exige también habituaciones corporales, hasta terminar conduciéndolo sin pensar en ello-, las máquinas de simular requieren que permanentemente prestemos mucha atención en lo que invertimos en ellas, aunque algunos aspectos en ellas admitan habituaciones (teclear, mover, cortar y pegar, pulsar a tiempo, etc). Si lo que invertimos en ellas es poco, la máquina nos devuelve poco. Los automatismos de estas máquinas de simulación, con contadas excepciones, no hace más que devolvernos lo que ponemos en ellas.

Cuando la escuela, esa hija de la fábrica, incorpora las máquinas de simular y las usa como dispositivos fabriles, lo que termina ocurriendo es un desastre bien conocido: en los computadores se copian y reproducen contenidos pre-hechos. Profesores y estudiantes que invierten textos pre-hechos, no van a obtener nada distinto que textos pre-hechos, pues las máquinas de simulación nos devuelven lo que invertimos en ellas. El plagio no es sólo un mal hábito, sino el resultado de usar las máquinas de simular como máquinas fabriles, esto es, entornos que sirven para facilitar y automatizar la reproducción y circulación de contenidos. Si hay plagio al realizar las tareas y asignaciones escolares es porque, estructural e internamente, admiten la automatización de la producción de contenidos. Pero tareas no plagiables son posibles en entornos educativos (la casa y la escuela) poblados de máquinas automáticas de acceso, edición y producción de contenidos y documentos.

Si la rentabilidad educativa en el uso y apropiación de máquinas de simular depende, enteramente, de la inversión de trabajo que los usuarios hagan en ellas, entonces un computador bien usado en la escuela no facilita el trabajo escolar, sino –al contrario- lo reorganiza y lo dificulta al demandarle al usuario experimentar. Una auténtica simulación exige experimentación, riesgo, creación e inesperada inversión de recursos con resultados inciertos. Supone poner en la máquina algo que no estaba en ella y que tampoco está enteramente en el usuario: está en el experimento y la simulación. Y hay un margen importante de incertidumbre y riesgo en ello.

Esta disposición a la simulación, al riesgo y a la experimentación puede ponerse en marcha, o no, en este tipo de máquinas que, en esencia, son herederas de, por un lado, 200 mil años de esfuerzo humano por liberarse del trabajo físico –automatización-, y -por el otro lado- de la necesidad de generar simulaciones que nos ahorran los costos de una desastrosa experimentación real. Estas máquinas inauguraron una manera realmente novedosa de producir saber: simular sin pasar por la experiencia empírica o sin limitarse a la pura modelación teórica.

Cuando la escuela se limita a usar los aspectos automáticos de la máquina, desdeña los aspectos más prometedores de ella: las oportunidades de simulación sin mayores restricciones y a relativo bajo costo. Al hacerlo, la escuela usa de estas máquinas sólo la herencia del siglo XIX y el XX (la automatización), y desperdicia su mayor logro, las promesas del siglo XXI: la generación de entornos de experimentación simulada de relativo bajo costo. Terminamos sepultando un auténtico tesoro en el barro. Lo interesante es que, al poner el énfasis en las oportunidades de simulación experimental, el centro deja de ser la máquina misma, y pasa a las personas y los usos e inversiones de trabajo que pongan en ella.

Adicionalmente, la escuela, esa hija de la fábrica, está habituada a pautar los tiempos y delinear los procesos reduciendo al máximo los riesgos y favoreciendo, en consecuencia, una cierta orientación y disposición a los automatismos y a los resultados pre-vistos. Al tomarse en serio lo que estas máquinas tienen de prometedores escenarios de simulación, necesariamente debemos dar al traste con los usos más automatizantes y moderar nuestra inclinación a emplearlas como vehículos de distribución de contenidos o de calificación de aprendizajes ajustados a tiempos y ciclos previsibles.

Desde nuestra perspectiva, consideramos que los recursos a usar y emplear articulando la escuela y la máquina son justamente los que se encuentran localmente, en el espacio físico del barrio y la escuela, en las narrativas de los jóvenes, en los modos de contar y cantar, en las imágenes que profesores y estudiantes sintetizan de camino a la casa, en las conversaciones y relatos que hacen para vivir, en los modos de moverse y usar sus propios cuerpos y, –sobre todo- en lo que no podrían imaginarse sin arriesgarse a simular. Todo ello supone atender el más importante recurso local de las personas: el tiempo. La experimentación toma tiempo, supone plazos que no pueden preverse del todo. La exploración implica compases de espera y ciclos relativamente abiertos.

Estas máquinas permitan hacer ensambles, aleaciones y conexiones entre recursos de una manera inédita y con un nivel aceptable de automatización que no nos priva de la inventiva y la experimentación genuinas. Y creemos que ese es el signo de esta época. No la innovación en general, no el emprendimiento, no la disposición a la creatividad. Ha habido emprendimiento, innovación y creatividad a lo largo de 200 mil años de historia humana. Pero en cambio el derecho a la experimentación sí ha estado firmemente controlado y restringido, entre otras, porque hemos vivido duraderamente en un mundo en que, debido a la escasez, no había suficientes recursos como para arriesgarlos en ensoñaciones y aventuras inciertas. El relato de la fábula de la Lechera, del sevillano Félix María Samaniego (1745-1801) es, en sentido estricto, sanción social y castigo contra la ensoñación que fantasea y experimenta.

El control social sobre la experimentación, y la selección restringida de aquellos que tenían derecho a ejercerla –científicos, artistas, intelectuales, empresarios y, en las últimas décadas, los jóvenes de sectores acomodados y clases medias a condición de que en la adultez sentaran cabeza después-, ha estado íntimamente ligado al control de recursos limitados y escasos. Hoy las posibilidades de simulación digital pueden ayudar a superar esas restricciones, y la escuela está llamada a provecharla siempre y cuando asuma la importancia de la incertidumbre y el riesgo en los procesos de aprendizaje de nuevo tipo (esto es, aprendizajes que no adapten a los aprendices al modelo fabril del siglo XIX, a la obediencia y a la operación atenta de instrucciones).

En ese sentido, la disposición al riesgo y la experimentación estéticas no son un añadido que incluir en la formación de los estudiantes, para hacerlos más sensibles y creativos. Son la condición esencial de la formación escolar hoy si queremos favorecer en ellos una disposición real a hacer conexiones, a establecer convergencias y a construir síntesis inéditas. Eso no lo hacen ni las máquinas por sí mismas, ni las fábricas del siglo XIX, ni el trabajo operativo del siglo XX, ni el software, ni la disposición exclusiva a obedecer y seguir instrucciones y pautas, lo que era indispensable en mundos en los que los recursos eran extremadamente escasos.

Por lo tanto, tal como indicamos al abrir este pasaje del libro, no son las máquinas la clave: es lo que invertimos en ellas. Y esas inversiones deben procuramos convergencias, aleaciones y conexiones inesperadas. Y esa, quizás, sea la herencia más interesante del siglo XXI: transformar la vocación igualitaria del siglo XIX, el reconocimiento del derecho a las diferencias del siglo XX, en posibilidades inéditas de convergencia y relación en las que se crean y decantan híbridos que jamás hubiéramos podido imaginar de otra manera.


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